Historias con marca

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La generación puente que sostuvo el cambio sin manual


No siempre se habla de nosotros. Cuando se intenta clasificar el mapa sociológico de las generaciones recientes, solemos quedar en una zona difusa: no plenamente boomers, pero tampoco hijos digitales. Los nacidos a mediados de los sesenta y primeros setenta pertenecemos a una generación casi invisible, a menudo ignorada entre la euforia productiva de los que nos precedieron y la libertad individualista de los que nos siguen. Fuimos —y seguimos siendo— un tránsito, un puente entre dos modos de entender la vida.

Nuestra infancia y juventud se desarrollaron aún bajo la sombra moral del deber. Crecimos con padres formados en la austeridad y en la fe católica, para quienes la dignidad personal se medía por el cumplimiento de las normas y la calidad del esfuerzo. La escuela era un espacio de disciplina; la familia, un ámbito jerárquico. En nuestras casas se hablaba de méritos, no de emociones. Y, sobre todo en el caso de las mujeres, se transmitía una consigna clara: estudiar, trabajar y no depender de nadie, jamás. La independencia era una obligación moral, no una conquista política.

Esa combinación de valores —mérito, honradez, fe en el trabajo y prudencia moral— forjó un conjunto de ciudadanos que creyeron, sinceramente, que el progreso social se basaba en la suma del esfuerzo individual. Durante los años ochenta y noventa, cuando la economía crecía y la educación abría nuevos horizontes, ser una mujer profesional, eficaz y responsable equivalía a cumplir con el mandato de la modernidad. Éramos las herederas de un proyecto de ascenso colectivo que se apoyaba todavía en códigos antiguos: autocontrol, perseverancia y el convencimiento de que la recompensa llegaría.

Pero el siglo XXI modificó las reglas del juego. Lo que para nosotros era virtud —el sacrificio, la eficiencia, la constancia— empezó a verse con suspicacia. El discurso contemporáneo del bienestar, la flexibilidad y la salud mental desafió la idea de que una vida buena debía medirse en rendimiento. Al mismo tiempo, el mercado nos traicionó: la productividad se convirtió en explotación, las empresas en entes anónimos, y las instituciones a las que juramos lealtad comenzaron a desdibujarse. De pronto, todo el andamio moral heredado dejó de tener eficacia práctica.

La generación que nos siguió reaccionó con lógica. Observó nuestro cansancio, nuestras dobles jornadas, nuestras renuncias, y decidió no repetir el patrón. En lugar de admirar el sacrificio, empezaron a rechazarlo. Prefieren el equilibrio al reconocimiento, el tiempo al estatus, la experiencia al salario. A ojos de algunos, parecen frívolos; para quienes hemos vivido desde dentro el peso del “deber ser”, resultan, más bien, lúcidos.

Desde una mirada sociológica, lo que atraviesa a esta generación puente no es el conflicto entre trabajo y descanso, sino el paso de una moral de cumplimiento a una ética del bienestar. La primera ponía el acento en la obligación individual hacia el grupo; la segunda privilegia la coherencia personal y la salud emocional. En nuestra experiencia coexistieron ambas: la vieja idea de honradez silenciosa y la nueva exigencia de autenticidad. Vivimos la transición no como ruptura, sino como convivencia incómoda.

“El trabajo era el principal factor de ubicación social y evaluación individual. […] La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecería el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona […] En la modernidad líquida, la estética del consumo adquirió este lugar” (Bauman). Bauman lo definió certeramente como el tránsito de la “modernidad sólida”, donde todo era predecible, a una “modernidad líquida” gobernada por la incertidumbre, la flexibilidad y la individualización de destino. La vida ya no estaba diseñada de antemano: cada individuo debía inventarse su propio molde, sin el amparo de una estructura fija.

Anthony Giddens, por su parte, habló de una “individualidad altamente reflexiva” para describir la nueva exigencia de autoanálisis y elección permanente en la vida cotidiana, generada por el acelerado flujo de transformaciones tecnológicas, económicas y culturales. “La modernidad genera el distanciamiento entre individuos cuando establecen relaciones entre desconocidos […] y sustituye el antiguo consejo del patriarca por la confianza depositada en expertos, sistemas y estructuras impersonales”.

Lipovetsky, finalmente, resumió el espíritu de nuestro tiempo señalando la “era del vacío”: un periodo de exaltación de lo efímero, el consumo y la experiencia, donde el individuo, liberado de ataduras, se convierte en rey de sus propias elecciones pero también en rehén de la incertidumbre y la soledad contemporánea.

Ese carácter híbrido explica nuestra sensación de desajuste. No terminamos de encajar en el discurso nostálgico de los mayores —que lamentan la pérdida del respeto y el esfuerzo—, pero tampoco en la ligereza creativa de los jóvenes —que aspiran a una vida sin ataduras—. Somos traductores involuntarios entre dos lenguajes morales.

Hemos aprendido que la dignidad no siempre tiene recompensa. Que el mérito no garantiza reconocimiento. Que el trabajo, sin sentido, se convierte en castigo. Pero también sabemos que la vida sin compromiso ni esfuerzo se vacía pronto de propósito. Por eso, la nuestra es una generación que sigue buscando el punto de equilibrio: ni la sumisión al deber ni la huida del esfuerzo, sino una nueva forma de tener raíces sin quedarse inmóvil.

Aun sin proponérnoslo, fuimos los que sostuvimos el puente mientras el mundo cambiaba. Los que aprendimos a escribir a mano y a teclear en ordenadores, a respetar jerarquías y a desenvolvernos en redes horizontales. Los que creímos en la estabilidad y aprendimos, ya adultos, a convivir con la incertidumbre.

Quizás ése sea nuestro verdadero valor histórico: haber servido de amortiguador. Entre los padres que solo creían en el deber y los hijos que reivindican el bienestar, nuestra generación ha demostrado que el cambio puede ser diálogo, no ruptura. No hemos desaparecido: simplemente nos hemos vuelto discretos. Como los verdaderos puentes, permanecemos sostenidos entre dos orillas, acompañando el tránsito de los demás

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