Historias con marca

Un espacio donde la Propiedad Industrial y la escritura se unen para contar historias que dejan huella, profesional y personal: historias con marca.

La forma de aprender música ha cambiado profundamente en unas pocas décadas. Quienes estudiamos en conservatorios tradicionales vivimos un proceso arduo y muchas veces doloroso, marcado por profesores investidos de autoridad casi incuestionable. Los catedráticos ocupaban un lugar central; su palabra era ley, sus exigencias podían rozar, y a veces cruzar, los límites del respeto y de la ética, como demuestran los casos recientes de abuso que han sacudido instituciones de prestigio.

El aula de música eran entonces un escenario jerárquico y rígido. El repertorio se elegía según un grado progresivo de dificultad y muchos pasaban años perfeccionando obras canónicas con métodos que priorizaban la técnica y el esfuerzo individual. El aprendizaje era visto como un sacrificio necesario, y las emociones quedaban a menudo relegadas: se buscaba la perfección técnica, muchas veces a costa de la autoestima y el bienestar del alumno.

Para muchos, lo más duro no era la exigencia, sino el ambiente de poder asimétrico. El miedo y la admiración cohabitaban en torno a los catedráticos idolatrados, que podían usar su posición para imponer criterios, humillar o, en los peores casos, acosar a estudiantes vulnerables. Eso no solo dañaba vocaciones, sino también personas. Las historias de abuso y silencio han emergido años después, con relatos de estudiantes que no supieron cómo defenderse ni a quién acudir.

El contraste con el aprendizaje musical contemporáneo es radical. Hoy, el proceso está marcado por la diversidad metodológica y el respeto a la individualidad. Las nuevas pedagogías promueven la creatividad y la colaboración; la música se estudia en ambientes menos formales, donde la emoción es tan importante como la técnica y los errores forman parte del proceso de crecimiento.

El “fluir” es una palabra que se repite en los métodos actuales. La intuición y el disfrute han trascendido el antiguo paradigma del sacrificio. Las clases exploran otros repertorios, otros instrumentos; se integran actividades lúdicas, tecnología, improvisación y búsqueda personal. El alumno es protagonista; los profesores acompañan, guían, sugieren, pero no dictan.

Este cambio también implica la democratización de la enseñanza. Hoy es común aprender música fuera del conservatorio, en academias, con tutores privados o incluso desde aplicaciones móviles. El control vertical ha dado paso a relaciones horizontales y abiertas, donde el respeto por el individuo es el eje. Los abusos, cuando ocurren, salen a la luz rápidamente y el debate sobre el poder y la ética docente es ahora público y constante.

Las nuevas generaciones se permiten “ser” mientras estudian música; no viven bajo el peso del “deber ser”. Prefieren el equilibrio al reconocimiento estricto, la experiencia al mérito impuesto. El aprendizaje es flexible y plural: se puede componer, improvisar, encontrar la propia voz. Muchos profesores se esfuerzan por integrar la empatía, el acompañamiento y la inclusión en su labor docente.

Sin embargo, hay quien añora la exigencia y el rigor que caracterizaban la antigua enseñanza, convencidos de que el sacrificio forjaba mejores músicos. Otros advierten que la democratización puede rebajar la excelencia, olvidando que la música, como la vida, necesita espacio para el error y la búsqueda personal.

El lector decidirá qué camino prefiere: el del conservatorio y sus catedráticos endiosados, con toda su disciplina y riesgo, o el actual, más abierto, plural y humano. Cambian las notas, cambia el método y cambia el mundo; la música sigue siendo un lenguaje para quien se atreve a buscar su verdad en él.

Posted in

Deja un comentario